martes, 21 de mayo de 2013

NOTICIA TEMA 8: LA OLIGARQUIZACIÓN DEL PODER FUE LA TUMBA DE NUESTRA DEMOCRACIA


La oligarquización del poder fue la tumba de nuestra democracia.


El sistema político paraguayo ha logrado una completa distorsión de la democracia, la cual en los últimos 60 años se ha ido alejando, cada vez más, de sus raíces históricas y doctrinarias. Los llamados “representantes del pueblo” son cada vez menos representantes del pueblo y cada vez más tentáculos de una estructura corrupta de poder, a la que rinden pleitesía para recibir a cambio cuantiosos beneficios materiales. El legislador, o cualquier otro que ejerza función obtenida del voto, de ningún modo se siente obligado hacia los electores, ya que no son ellos quienes lo eligieron, sino los que hacen las “listas cerradas”, los caciques de los partidos.


El sistema político paraguayo ha logrado una completa distorsión de la democracia, la cual en los últimos 60 años se ha ido alejando, cada vez más, de sus raíces históricas y doctrinarias. Los llamados “representantes del pueblo” son cada vez menos representantes del pueblo y cada vez más tentáculos de una estructura del poder, corrupta, perversa e inepta, a la que rinden pleitesía para recibir a cambio cuantiosos beneficios materiales.

El parlamentario, diputado o senador, o cualquier otro que ejerza una función obtenida por el voto, de ningún modo se siente obligado hacia los electores. No tiene por qué, ya que no son ellos quienes lo han elegido, sino los que hacen las “listas cerradas”, que son quienes controlan las estructuras partidarias, los caciques y dueños de los partidos. Constituyen una especie de oligarquía política, que confirma de una manera muy clara lo que un sociólogo alemán de comienzos del siglo XX denominaba “la ley de hierro de los partidos políticos”. Consiste en la dramática oligarquización de los aparatos de dirección, donde pequeños grupos de políticos profesionales terminan enquistándose como garrapatas voraces.

El proceso es siempre el mismo. El grupo llega al poder como resultado de decisiones colectivas, expresadas en elecciones generales, pero una vez llegado a esa posición pasa a ocuparse únicamente de permanecer en ella. Los intereses de sus electores son sustituidos por los intereses del grupo, constituido en oligarquía. Es decir, gobierno de pocos; lo contrario de “poliarquía”, que significa gobierno del pueblo, y que expresa más fielmente el ideal de la democracia. 

En pocos países esta regla ha adquirido tanta fuerza como en el Paraguay. Es aquí donde el poder se ofrece descarnadamente como un atributo exclusivo de un pequeño grupo de sujetos. Al llegar al poder, estos lo convierten en un medio para reproducir el poder. Previamente arrojan por la borda programas, ideologías, proyectos e ideales. A lo único que consagran su tiempo es a construir un complejo aparato, adecuadamente corrupto, con escalones de mando sucesivos que se encargan de la movilización del pueblo el día de las elecciones. Una vez obtenidos los resultados, generalmente conquistados gracias a los ríos de dinero que también son desviados desde el poder, los electores, a quienes les deben (nominalmente) los cargos, pasan al olvido hasta la siguiente elección.

El aparato es organizado en escalones administrativos, parlamentarios y municipales, donde se agrupan los mandos medios, de mayor a menor importancia. Estos, por más que hayan ganado elecciones, en realidad no hubieran sido nada sin la bendición de la oligarquía. Es a ella a quien deben acatamiento, a quien dan cuentas de sus actos, a quien rinden pleitesía y en muchos casos envían buena parte de lo que “recaudan”. Obviar los ritos de la sumisión puede costar muy caro. Implica ser excluido del reparto. La adulonería por consiguiente ha adquirido tales niveles de refinamiento, que ya es consustancial con el ejercicio de la política en el Paraguay, sobre todo en el oficialismo.

Para lograr la perfección del sistema, el Partido Colorado ha sido vaciado de ideologías y programas. Ha tirado a la basura sus tradiciones cívicas y ha arrojado al olvido la memoria de sus grandes hombres. No podría ser de otro modo, porque serían pésimos ejemplos a los filibusteros que hoy los sustituyen, cuya avidez de dinero contrasta poderosamente con el idealismo de otros tiempos.

El proceso de reconstrucción de la democracia debe pasar, inexorablemente, por la búsqueda de un sistema más genuino de representación popular. Este no funciona; solo conduce al servilismo y a la corrupción, de manto protector de todas las formas de la delincuencia. Falta definir nuevas reglas de juego que devuelvan a la política su carácter de servicio al pueblo, de preocupación por la suerte de los demás. De construcción de un país nuevo, con participación de todos, donde se haga muy difícil que un grupo de aventureros, por más dinero de que disponga, pueda apoderarse del Gobierno para su propio beneficio.


OPINIÓN:
Si bien el ejercicio de la política nunca estuvo exento de miserias, los usos y costumbres parecen haber depurado a la actividad de rasgos nobles para transformarla en un destilado de mezquindades. Al menos ésa es la percepción generalizada, que tiene su traducción práctica en niveles de apatía social y rechazo cada vez mayores.
No es que en el pasado los políticos hayan sido especialmente valorados por sus contemporáneos. Se trata de una raza ambiciosa hacia la cual el común de los mortales profesa una singular desconfianza. Sin embargo, resulta innegable que los tiempos en que la política era una pasión que empujaba a comprometerse con causas más o menos dignas se han extinguido. 
Quizás porque las causas fueron prostituidas por sus promotores, acaso porque ya no hay causas que valgan la pena, o porque la sociedad no alcanza a identificar proyectos colectivos que la involucren en la maraña de frases e imágenes efectistas. Lo cierto es que la política ha dejado de ser convocante y se ha transformado en un fenómeno cuya masividad radica sólo en la indiferencia que provoca, salvo cuando los políticos son denostados o ridiculizados.
Tal vaciamiento tiene el paradójico efecto de fortalecer la posición de los políticos profesionales en lugar de debilitarla. 
En una eficaz fórmula, a la deslegitimación producida por el repliegue social se la combate con un nuevo factor legitimante: el dinero. 
Inevitablemente se consolida por esta vía una lógica de burdel. La falta de amor sincero se resuelve comprando, sin importar lo que el comprador represente y proponga. 
Cualquiera puede ahora tener su plaza y la candidatura soñada si cuenta con los recursos económicos suficientes. El éxito político depende menos de la capacidad para convencer, movilizar y construir consensos en torno a un proyecto que de la disponibilidad de fondos para adquirir lealtades y montar escenografías que simulen simpatías populares. 
Tal vez nunca haya sido distinto. Pero nunca fue más evidente. Si el dinero siempre constituyó un elemento de peso para dirimir poder, nunca como ahora estuvo más vacío de contenidos.

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